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El regreso

Al final del pasillo ya no quedaba nada más. Sólo una marca perfectamente rectangular del típico cuadro antiguo que enmarca el retrato de un familiar lejano que comparte, quizás, un pequeño y aparente gesto. Ahí quedaba, sobre la cal y pintura blancas, el clavo sobre una pequeña telaraña, como la pupila del ojo del tipo que tenía sentado en frente. Algo gris y oxidado.

Ella, vibrando a favor del son de las ruedas y el acero, alzó la mirada firmemente y pidió de la manera más educada que sabía, a su recién desconocido compañero de viaje, si podía cambiarle el asiento para tener la ilusión de regresar.


Veinte años después

Los desguazabots ya venían de camino mientras cocinaba. Pelaba patatas recordando la alineación de Brasil en la final del mundial de Francia. Batía huevos cantando a capella el Believe de Cher. Picaba la cebolla calculando el precio de la alfombra de Lebowski. Vertía la mezcla en la sartén y esperaba que se cuajase mientras me preguntaba qué harían los habitantes de Auckland en un apagón de treinta y seis días. Al darle la vuelta comprendí la relación entre Lindsay Davenport y la Estación Espacial Internacional. Sin embargo, con la mesa puesta, aún estoy en bragas sin saber si a los hombres del futuro la prefieren con o sin cebolla.


Los Favoritos

Su preferido era el del jersey de rayas rojas, el de tiernos ojos marrones al que había llamado Manuel. El que tenía una cicatriz en la cara que le había hecho con un tenedor cuando aprendió a comer con cubiertos. El que colocaba en la parte izquierda de la estantería para que fuese la primera cosa que veía por la mañana y la última al acostarse. Ese mismo que se fue de casa el día de su primer cigarrillo. Ahora limpia cristales y duerme con una Nancy, que aún mantiene el tipo, en un pisito de cartón con vistas al desván.


Infarto agudo de inspiración

La propia de los buenos espantapájaros fue aquella luz que tintineaba una y otra vez cuando ella se movía por la habitación, a oscuras, sin propósito de hacer el más mínimo ruido. A pesar del sueño profundo en el que se encontraba, el eco surgía en forma de cascabel. Como la música de una serpiente que lo amenazaba hasta sentir sus escamas deslizándose a su alrededor. El dolor se despegaba de la piel dando paso a esa indiferencia que producía un golpe seco en el suelo mientras su mundo volvía a nacer.


(in)somnio

La persiana estaba lo suficientemente abierta para que los primeros rayos del sol la despeinasen. Con la madrugada dibujada en las ojeras, había vaciado cada nota de su mente sin dejar espacio para la firma en su Moleskine de tapa negra.

El llanto oscuro del corazón que se apuñala cada tarde después del café porque bien sabe que el tiempo no cura una puta mierda si no das con el veneno adecuado.


Prácticamente, no quedaba salida. Desmotivada, sin ningún pecado más que pudiese acometer, se cortó las yemas de los dedos para no dejar huella.

La peor de las nostalgias

Los nonacidos quieren volver a casa. Suben la escalera marcando el compás de ese silencio ruidoso que les caracteriza. Y en la habitación, a la mujer que acaba de despertar ya no le queda cuerpo para levantarse.


Mano limpia


–Joderme –repite Micky saboreando la palabra–. Joderme, pero procurad hacerlo bien, sin ningún tipo de cuidado. Algo brutal. Después lo dejáis todo como una patena, tal y como estaba. Ya sabéis: si no hay mancha, no hay delito.

–¿Y el cadáver? ¿Qué hacemos con él?

–El cadáver bien a la vista, como quiere el Presidente.


…Y no aparece

Al diablo no le importó esta vez que le quitasen la razón. Con aquella palabra ya sumaba sus siete y allí abajo se vivía mucho más calentito. Aún así iban a quejarse, después de que la tormenta les inundase el sótano, cansados de que el propietario nunca atendiese las llamadas cuando ocurría alguna tragedia.


Mirar se

Demasiado tarde. Había vuelto a meter la pata hasta el fondo, y lo supo nada más comenzar la pregunta. Como cuando tropiezas con tu propio pie y caes lentamente sin remedio: no hay vuelta atrás, estás en el suelo y sólo piensas en qué coño tendrías en la cabeza para poner tu pie encima del otro. Absurdo, sí, pero ocurre.

–Espero que estés de cachondeo –exclamó la joven apenas escucharle.

–Sí, me hacía el despistado.

–Ya, por los cojones…

–Son violetas.

Sin decir nada, dejó descansar el cigarrillo en el cenicero y abrochándose el penúltimo botón del pijama fue al cuarto de baño para mirar a la chica del espejo; la de los ojos violetas.


La tarde de las noches perdidas

La noche es una estrella en tu cucharilla, se repetía a sí mismo observando la constelación que formaban los cereales de la taza del desayuno. Porque esa tarde de un punto final en puntos suspensivos descolgó el teléfono y la chica que respondió al otro lado ya se había ido.